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PERO ¿POR QUÉ ARDE EL BOSQUE?


Madrid, septiembre 2016

Teresa Villarino Valdivieso (CIDES)


Me sorprende lo poco que se escribe sobre los incendios, aparte de la simple noticia, un ciclo que nunca termina, que en verano se acrecienta y a unos pocos nos aterra.


Y, ¿por qué arde el bosque? Sobre todo, porque no sabemos qué es el bosque. Un poquito de altas temperaturas, viento, mala suerte…y mucha ignorancia los quema. Por eso muchos vemos la tele y decimos: otro incendio, y qué.


“Care silva”, queridos bosques, así comienza Häendel un aria de su preciosa ópera Atalanta; también muchos cuentos tradicionales empezaban “Érase una vez un bosque encantado…” y eso nos enganchaba a su lectura, y nos hacía sus cómplices. En la pasada sociedad rural al monte le debían, entre otras muchas cosas, el calor del invierno, el frescor del verano y el placer de los sentidos. La gente quería al bosque y el bosque no ardía tanto.


Ahora arde un poquito acá, y cualquier día hay otro incendio allá, en verano decenas. Hacemos que nos irritamos, pero, fuera de la truculencia de la noticia, no nos importa más. Se ha repetido hasta la saciedad los millones de hectáreas incendiadas, las pérdidas económicas, las ecológicas, el número de muertos, y como si nada. Solamente nos quejamos, sin pensar que el 95% de los incendios son, directa o indirectamente, provocados por el hombre. Se han buscado causas, soluciones, culpables, pero nos tranquilizamos haciendo campañas y echándonos la culpa unos “colectivos” a otros, o “buscando” al pirómano. Exceptuando unos poquitos fuegos, creo que al monte le quema la ignorancia. El hombre se ha olvidado de su valor


¿Y si probásemos otra terapia? Por ejemplo, la del conocimiento y del amor. Porque ¿fomentamos el aprecio del bosque?, ¿enseñamos a nuestros hijos, así en general, a amar el árbol?

El árbol no es querido y en muchos lugares solo se le recuerda por los topónimos. En Castilla, que ya lleva tiempo perdiéndolos, hasta la concentración parcelaria, no siempre beneficiosa, ha acabado con hileras, grupetes e incluso ejemplares aislados que eran un hito en ese hermoso paisaje de escasas y puras líneas. En otros lugares son los encinares que se roturaron para sembrar, los olivos que habrá que levantar porque sobra aceite, y los viñedos sin cuyo cárdeno color nos quedaremos porque sobra vino.


Vengo de perder una batalla en el pueblo de un familiar, situado en la dura y seca meseta. En la puerta de la casa, no hace mucho, habíamos puesto una acacia, creo que la única sombra del pueblo, desde que se murió el olmo de la plaza y le troncharon a un alcalde los chopos de la fuente; y crecía rápida. Después de varios intentos de los vecinos para convencernos de que debíamos cortarla porque: quitaba el aire, la vista, la alegría del sol, no estaba bien formada, levantaba los cimientos y otras sinrazones, el signo de los tiempos ha podido con ella. Al cementar las calles, antes preciosas calles empedradas, nos han hecho “el favor” de cementar el sitio donde estaba el árbol, por lo que se hizo “necesaria” su corta.


Y ¿por qué cuento esto? Porque si seguimos desconociendo, despreciando y maltratando nuestros bosques tendremos mucho perdido. Quiero dedicar el espacio que me resta a lo que debemos hacer los que no podemos hacer nada, o sea los que nos duchamos con el grifo cerrado, o nos crispamos por cada olor a chamusquina. Podemos hacer algo, fácil y baratito: podemos contar, sensibilizar a otros, dar a conocer cada uno lo que sepa, porque al fin y al cabo, casi siempre, la estupidez y la barbarie tienen su base en la incultura y en la falta de formación, por no citar el egoísmo; “pensar globalmente, actuar individualmente”, es un principio de difícil aplicación. Por eso, y aunque parezca obvio, quiero llamar la atención sobre los valores del monte: valor productor, protector y social.


Aunque sobre todo el bosque es vida, millones de vidas, armonía y belleza, no estaría mal recordar que son muchas las rentas directas que producen los montes: madera (si son arbolados), leñas, resinas, ganadería, caza, plantas aromáticas, medicinales, culinarias, pero también proporcionan bienes intangibles corno son el confort climático, recreo, bienestar, limpieza de contaminaciones, reserva genética y paisaje, ese incomparable paisaje que se percibe con todos los sentidos. No todas se dan siempre, pero sí una que estimo corno la más importante: la producción de agua, hacia la atmósfera y hacia los acuíferos, papel que hay que reconocer a los propietarios.


Como estamos en España, territorio que hemos ido desertizando, la función protectora del monte supera, en general, a la social, incluso a la de producción, ya que cumple un papel singular en la lucha contra la erosión y el control de riesgos. La masa vegetal es capaz de mantener por adherencia gran cantidad de agua y, si no existe, el agua se desliza rápida, arrastrando materiales y puede anegar valles, destrozar cultivos, provocar daños a la comunidad piscícola, a las vías de comunicación, al hombre, y terminar en el mar o, lo que es peor, aterrando los embalses, que sí es verdad que hay alguno al 10% de su capacidad, también lo es que otros, en poco tiempo, ni siquiera tendrán esa cabida útil.


Para respetar y mantener este espacio -casi el 50% del territorio es forestal- conviene empezar desde pequeños y para eso deberíamos contar a los niños, como antes, cuentos que se desarrollen en bosques de hadas, en ríos cantarines, y alguno menos en naves espaciales o en territorios calcinados por la guerra, con entes todopoderosos que destruyen con solo extender el brazo. Hacerles oír además de “hoy no me puedo levantar, el fin de semana lo pasé fatal”, o el “zon zon” del “bacalao”, alguna musiquilla que estimule su sensibilidad hacia la Naturaleza. Enseñarles el placer de dibujar un frondoso castaño, un potente roble o un campo de amapolas, además de los consabidos robots, guerreros, etc. Y llevarles a pasear, además de la vista por el ordenador, por el campo, por el paisaje.


Después, de mayorcitos, les haremos ver que si van de excursión, es más satisfactorio llevarse un bocadillo de queso y unas almendras, que una parrillada de chuletas; y menos agresivo y más placentero escuchar, desde el silencio, el cantar del viento o de una cascada, que el bramido de una moto, ladera arriba. ¿Se da cuenta el lector de la cantidad de paisaje desaparecido o transformado o degradado en los últimos tiempos?


Y es que el paisaje parece como ese aire que nos rodea, que no nos va a faltar pero, el de calidad, sí.


Hace algunos años, en una de mis visitas veraniegas, escribía a un amigo: “desde este rincón de la húmeda Galicia, donde el dominio del paisaje es tan fuerte, me estremezco ante el olor a chamusquina que con demasiada frecuencia me llega y temo ante el futuro que puede llegar a esta tierra”. ¿Y qué puede llegarle? Todo y nada. La presión que ejercemos sobre el medio y el desarrollo precipitado y desordenado hace que el hombre empiece a desconocer su entorno y, así, en montón, somos capaces de perder aquello que más amamos gracias al desprendimiento y espíritu de tolerancia de lo que es de todos. Quemamos, talamos bosques, hacemos la concentración parcelaria, desecamos zonas húmedas, cambiamos cauces, sustituimos especies, esparcimos basuras, industrializamos o urbanizamos áreas notables y tan campantes…


Hoy no podría decir lo mismo, hoy ya le ha llegado todo, a todo el país, en forma de incendios continuados y me estremezco más y me revuelvo de rabia, que no de miedo cuando veo otro humo. Recuerdo que uno de mis olores favoritos hasta hace nada, era aquel de la “roza o anovado” de mi infancia, la quema del monte para transformarlo en tierras de pan, levantando los terrones con sus raíces y utilizando las cenizas para el abono del centeno; los niños asábamos patatas y lagartijas. Era, quizá, la técnica del subdesarrollo, pero nunca pasaba nada.


Ahora es otra cosa, ahora se nos queman todos los bosques. Los quemamos, y los ribazos, los sotos y lo que caiga.


No entraré aquí en la pérdida de vidas, que en realidad es lo único importante, en los daños económicos, ni siquiera en los ecológicos ya muy comentados. Quiera resaltar una pérdida que a muchos pasará desapercibida: la destrucción del paisaje.


El paisaje que además de constituir el trasfondo, el escenario de nuestra vida, es goce estético. Un placer visual y del olfato y del oído, todos los sentidos perciben el paisaje, que quizá echemos en falta cuando decidamos levantar la vista de las “pantallas”. Claro que para el goce del paisaje no son suficientes los ojos que ven e incluso miran, hace falta la conciencia para contemplar, y eso es casi cultura.


¿Ha visto el lector un paisaje quemado? ¿Se ha parado a contemplarlo? No verá, ni oirá, ni olerá, ni pisará y si lo hace más le valiera no hacerlo


Si ciertas alteraciones, cambios o deterioros del paisaje pueden detraer su calidad, el incendio lo destruye de una forma irreversible, puede decirse que cambia su signo y cuanto más valioso era más desolador es el resultado. Y no sólo se pierde la estética de todos los valores que resume, se destruye su valor testimonial, pues cada rincón del paisaje es un archivo de la historia y evolución del medio.


Es verdad que en otros tiempos también se han arrasado campos, se han cortado bosques para carbón, para la industria, para cultivar algo, cuando el hambre, pero era todo paulatino, lento, quito este pongo lo otro. El hombre se incorporaba a la evolución, no era su enemigo. También es verdad que hay mucho paisaje, todo es paisaje, pero algunos son singulares, irrepetibles y el de todos los días, ese que nos rodea y en el que nos reconocemos o encontramos nuestra infancia tiene cada vez menos calidad; el otro, el recóndito nos cae un poco lejos y ha de quedarse para las ocasiones, aunque también llegaremos a él, todo es cuestión de tiempo, porque ya sabemos del poco aprecio por lo que no cuesta.


Por si fuera poco, a todos estos fuegos se suma ahora la competitividad, o el abandono, que nos lleva a cortar encinas, levantar olivos, viñedos, a quitar vacas de los prados, abandonar cultivos. Estos viñedos que se levantan se transforman en riqueza, baño de oro que cubrirá a los que quedan; pero, ese paisaje de viñedos una vez quemados, destoconados ¿dónde dejará sus colores, su estructura, su peculiaridad? ¿dónde quedará su memoria, su recuerdo? su alma ¿a dónde emigrará? El recuerdo de aquella mañana en que madrugando, recibimos su color cárdeno ¿cómo volverá a nosotros?


Este desastre paisajístico se está produciendo al tiempo que se sufren las consecuencias de la entrada en el Mercado Común, ya lejana, en unas condiciones mal negociadas para el agricultor y peor para el gallego: baja la leche, sobran vacas, grano, vino, y sobre todo manos.


Yo me decía hace tiempo: bueno, no dramaticemos sobre el lobo-mercado feroz, porque el paisaje aún puede ser nuestro recurso más abundante, el menos explotado; y la gente, tanto la de dentro como la de fuera, ya demanda calidad en su entorno y además en su ocio. El paisaje puede ser una potencial mercancía a vender con bajo coste para nosotros (consumir paisaje no supone deterioro ni destrucción de nada, es como oír la radio) y puede ayudar a estructurar un turismo rural que es la única perspectiva de muchas de nuestras comarcas.


El Convenio Europeo del Paisaje, que entró en vigor el 1 de marzo de 2004, ya aboga por la protección, gestión y ordenación de los paisajes europeos, pero va muy lenta su aplicación.


Porque, además, el paisaje es un recurso socioeconómico ligado a su calidad y singularidad, y el agricultor, al margen de las decisiones de los ministros europeos del ramo debe diversificar sus rentas. Algunos hombres del campo ya han comprendido que su futuro depende, en parte, de Ia conservación y manejo de su paisaje, bien tan útil y escaso (en calidad) como el agua clara, el aire limpio, las playas acogedoras, etc. A otros muchos, a los que viven de todo eso que la Comunidad no quiere, habrá que decírselo.


Generalmente, podría decir siempre, calidad de paisaje indica calidad ambiental y ésta se revela como un importante recurso monetario del futuro, dinamizador de ciertas economías. Ubicación de viviendas, empresas o industrias punteras no buscan únicamente lugares accesibles, ni proximidad a materias primas, ni siquiera bajos costes si no, y sobre todo, calidad del medio ambiente, calidad del paisaje.


No es que “por ahí fuera” no tengan paisaje (no tienen tanto ni de tanta calidad, que me perdonen) es que en gran parte de Europa, por ejemplo, da lo mismo el paisaje de aquí que el de 100 km. más allá. Además, en muchos de estos países densamente poblados cambian de uso grandes superficies, con la consiguiente alteración, cuando no deterioro, que ello supone en un primer momento, por no decir para siempre, dado el carácter de difícil reversibilidad de este recurso tan frágil.


No quiero, tampoco, que se deduzca que el paisaje siempre es intocable, ya que en ocasiones la huella humana lo enriquece notablemente y ante todo el espíritu lo recrea, pero tampoco debemos ignorarlo en las grandes actuaciones por abundante. Se tratará de respetar su significado, de utilizarlo conforme a la aptitud del mismo, estudiando diversas alternativas de actuación y seleccionando siempre la que produzca menor impacto.


El aprecio por el paisaje puede ser síntoma de madurez, de que vamos adelantando en entender lo que es calidad de vida, y a ello nos ayudaría mucho la consideración de que para disfrutar del paisaje no hace falta ser dueño de la “parcela”. Ya lo dijo el poeta: “Cleón” posee ciertamente fanegas, pero el paisaje es mío”. Y la emoción también, no es cosa de despilfarrarlos.


Y, finalmente, habrá que convencer a los propietarios y conseguir de la administración que, en lugar de una ínfima parte de las rentas directas, les van a llegar otras por el mero hecho de mantener el bosque. Si se amenaza con “el que contamina paga” ¿por qué no se promete “el que conserva cobra” y, por tanto, una rentabilidad inducida por la simple existencia del monte? Ello no significa “no hacer nada”, sino una exigencia de buen manejo. Esto, en vez de inquietar a los gobiernos, puede ser una oportunidad, un grano más para el bolsillo de los que deben quedar en el agro para que pueda haber ese imprescindible equilibrio territorial, del que tanto se habla: El hombre rural guardián de la naturaleza.


Si se quiere algo menos altruista ¿por qué no menos aerogeneradores, que también agraden el bosque, y más biomasa, que lo limpia?


Quizá así evitemos que mucha gente vea el bosque como algo hostil, de lo que hay que huir, o algo inútil que hay que quemar.


Y ya es hora de que lo sepamos: el bosque no existe porque sí, es preciso un decidido propósito de conservarlo, incluso por parte de “los que no podemos hacer nada”, porque sea de quien sea la culpa, a todos nos debería avergonzar lo que está pasando.


Sería triste que a los pobladores de este principio de siglo, con tantas hazañas a nuestras espaldas, nos tuviesen que recordar como “los quemadores del bosque”


PD:¿ y si encargásemos de su cuidado y custodia a los que saben del monte?

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