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La caza en el paisaje otoñal, un artículo de Carlos del Álamo, ex-presidente del IIE.

En este tiempo de otoño, tiempo de la berrea del ciervo, de la ronca del gamo y un poco más adelante del celo de la cabra montés, sin olvidar a la caza menor que comienza su andadura en esta época, el campo recupera una actividad, que lleva a muchas personas a visitar recónditos rincones de nuestra geografía, territorios despoblados, que se ven recorridos y utilizados y a los que la caza les devuelve vida y actividad.


Cita Ortega en su célebre prólogo al libro de Veinte Años de Caza Mayor del Conde de Yebes, “que la caza fue la primera ocupación, el primer trabajo y oficio del hombre y que esta cuestión importa sobremanera tenerla presente ya que al ser inexcusables y prácticamente único el menester venatorio, centro y raíz de aquella existencia, impera, orienta y organiza la vida humana entera: sus actos y sus ideas, su técnica y sociabilidad, porque fue la primera forma de vida que adoptó el hombre y eso quiere decir, entiéndase radicalmente, que el ser del hombre consistió primero en ser cazador”.


La caza ha sido históricamente el origen de la evolución, del crecimiento y del desarrollo de la especie humana sobre la tierra. Que la caza se entienda ahora como un deporte, como una diversión, como una actividad económica, como un recurso alimentario, gastronómico o como un instrumento de conservación y regulación de las poblaciones de fauna silvestre, depende del objetivo principal que se pretenda con su práctica, que puede, a su vez, atender simultáneamente, a varios de ellos, pero no altera la esencia de la caza.


Las especies cinegéticas constituyen un recurso natural renovable del que se puede obtener una renta anual, manteniendo e incluso incrementando el capital cinegético hasta el límite de su equilibrio con el hábitat o con el entorno agrícola, forestal o ganadero en el que viven.


Los daños a la agricultura, el riesgo de accidentes de tráfico o el deterioro del medio natural por un exceso de población, son riesgos que hay que evitar y controlar.



La caza es una actividad regulada por ley. Las leyes de caza, desde el siglo XIX, contienen la normativa de aplicación para el ejercicio cinegético que ha ido evolucionando en el tiempo, siendo los planes técnicos de ordenación cinegética los que señalan, hoy, el qué y el cómo del uso y gestión sostenible de esta actividad y al mismo tiempo garantizan la conservación de las especies cinegéticas y de sus hábitats y también, todas las relaciones que se establecen entre los ecosistemas, las especies de caza y su entorno socioeconómico.


La caza, se practica en la actualidad, bajo criterios de sostenibilidad y lo ideal es, que esta sostenibilidad, no alcance solo al medio ambiente, sino que amplíe su valor a los aspectos sociales y económicos y la caza se constituya en una actividad clave en la lucha contra la despoblación del territorio rural, en amplias zonas de nuestro país, además de generar empleo y economía en el campo.


No soy de los que argumentan el valor económico de la caza, que sin duda lo tiene, para justificar su necesidad y su razón de ser. El valor económico es una consecuencia y un valor añadido de la propia actividad cinegética, pero lo que Ortega llama “la mismidad de la caza”, reside en la esencia del ser humano que, con el paso del tiempo y sobre todo en la sociedad urbana e industrial, ha perdido el carácter vital de su origen, pero no su legitimidad y su necesidad.


La actividad cinegética se adapta hoy a nuestro orden social y requiere una determinada ética en su ejercicio que no se exigía a nuestros antepasados cuando la caza era el medio de subsistencia. La razón de ser de la caza, reside en el origen de la especie humana y en lo que ha sido la evolución del Homo sapiens desde su aparición en este planeta.


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